PERE BACH
– ¿Cuántas truchas has pescado este año?
– Ocho y el año pasado tres -. Le respondí
– ¿Sólo ocho?
– ¡Una de medio quilo!-. le dije con el entusiasmo de un chaval de trece años.
– Son muy pocas. Tendrías que pescar bastantes más.
Cuando veraneaba en un pueblecito del Alt Urgell, mi única distracción era ir de pesca. Iba generalmente por la tarde. Cogía el auto de línea de la compañía Alsina Graells. El chófer que también pescaba de vez en cuando, comprendía perfectamente mi gran afición y de vuelta paraba en cualquier punto de la carretera para recogerme y traerme de regreso al pueblo hacia las ocho y media, hora en que realizaba el último trayecto. Tenía el inconveniente que a esta hora las truchas comenzaban la ceba y me perdía la hora del mosquito, momento en el cual los pescadores que disponían de vehículo aprovechaban para pescar y atrapar un número considerable de truchas. El Segre era un río azulado con las orillas repletas de piedras limpias y blancas.
La primera vez que vi a Pere Bach pescaba en las tablas de “La Reula”. Yo lanzaba los mosquitos a cierta distancia entre ambos, mientras él a cada varada cogía un pez. Lanzaba a la orilla opuesta, el pez picaba y lo traía con parsimonia y sigilo hasta el costado de sus botas altas de pesca. Una vez allí con la palma de la mano empujaba delicadamente a la trucha hacia el costado de la bota de pesca, quedando atrapada entre la mano y el caucho de la bota, momento que aprovechaba para cogerla y ponerla en una de las dos cestas que llevaba colgadas en bandolera.
Yo no sabía quién era, pero lo que intuía era que se trataba de un pescador excepcional. Aquella tarde del verano de 1978, Pere Bach cogió 43 truchas y yo tres. Desgraciadamente no pude quedarme hasta el final de la tarde para seguir viéndolo pescar, porque tuve que caminar hasta la carretera “dels Tres Ponts” para esperar al auto de línea . En aquellos tiempos había quien vendía la pesca a pescaderías y particulares, tal como hacía él. No se respetaban cupos en aguas libres por parte de la mayoría y sólo en los pocos cotos de pesca existentes se afinaba más el número de capturas que eran veinte por pescador y día, por si venía la pareja de la Guardia Civil.
Una vez en la casa del pueblo, comenté lo sucedido y una anciana amiga de mi madre me dijo: – “Seguro que es “El Perot” también conocido por “Pere el Llarg”. Es el mejor pescador de la zona, vive en la carretera delante del restaurante. Pero este solo va a pescar sólo porque las vende y nunca va a pescar con nadie porque no quiere a nadie pescando con él-.”
Al cabo de un par de días a media mañana mi madre me llamó para decirme que un hombre alto preguntaba por mí para ir de pesca. Lo vi por la pequeña ventana de la cocina que a la vez hacia de comedor. Era Pere, vestido con una de sus camisas estampadas con cuadros, pantalones de mezcla de algodón y sandalias de cuero. Pere siempre llevó sandalias…claro, era Pedro, el pescador.
Me invitó a pescar con él por la tarde, a lo que respondí afirmativamente entusiasmado. Por la tarde sobre las cuatro y media nos dirigimos a Figols, donde el Segre se ensancha en una gran plancha larga y uniforme. En la margen opuesta, había un viejo tronco de sauce medio sumergido y me dijo que lanzara la cucharilla cerca del tocón dejándola hundir y recogiendo lentamente. Al cabo de una hora y sin moverme del lugar, había en mi cesta cinco preciosas truchas, envueltas en ramitas de trébol del prado.
– Ya verás cuando llegues a casa y les enseñes a tus padres las cinco truchas-. Exclamó contento.
A partir de ese día nos hicimos muy amigos, y me traía a pescar cada día con él. Nos levantábamos por la mañana antes que saliera el Sol y pescábamos hasta la hora de comer y luego por la tarde volvíamos de nuevo a la pesca hasta el anochecer, después en su Renault 7 azul marino regresábamos de vuelta al pueblo.
En mi habitación había un ventanal en el techo, como una claraboya, justo encima de la cama y me dormía contemplando cientos de estrellas en un cielo oscuramente azulado. Al amanecer docenas de golondrinas posadas en los cables del tendido eléctrico, me despertaban con su cantarín parloteo.
Estaba tan contento y feliz que no cabía una gota más de satisfacción en mi interior. Ahora con Perot podía pescar todos los días de mañana hasta la noche y no tendría que estar pendiente del auto de línea ni dejar de pescar a la hora del mosquito “l’hora del mosquit” que era como llamábamos al sereno. Pere cada noche me traía de vuelta a casa, después de aprender muchas cosas sobre el río y las truchas, con lo cual nunca volví de vacío.
Era un hombre muy alto y prudente, con un gran sentido del humor, en sus conversaciones siempre contaba algo de un modo muy gracioso. De tez poblada y canosa, facciones marcadas, parecía extranjero, un hombre nórdico o alemán; no pronunciaba tacos, ni insultos ni decía sandeces; muy fumador. Lo que más me gustaba de él, era su humildad y su tremenda austeridad. Pescó siempre que lo vi con tres únicas cañas telescópicas de diferentes longitudes y tres carretes de tambor fijo de la marca Abu modelos 506 y 507. Pere no era un hombre al que pudiera llamar acomodado. Vivía de su trabajo en la factoría Taurus, de vender truchas, rovellons y caracoles. Pescaba a buldó, cucharilla y por la mañana a primera hora y sólo algunas veces, con gusanos de tierra. Era un pescador formidable, muy completo que entendía y conocía el río como nadie. Trabajaba sus capturas con mucho cuidado y con gran precisión. Nunca utilizó un salabre. “Les truites grosses les portes fins al rasper i allí d’un cop les fots a fora i cap el canastell” me decía aconsejándome cuando atrapábamos una trucha grande. (Las truchas grandes las llevas al pedregal y una vez allí de un solo golpe las empujas fuera del agua).
Una vez me contó que en la zona del “Congost” pescó una trucha enorme, tan grande que la llevaba cogida de la cabeza, colgando el resto del pez por el costado, mientras caminaba por la carretera en dirección al coche. En el trayecto un coche andorrano paró a su lado y el hombre que lo conducía, le preguntó si se la vendería.
A lo que Pere le respondió que sí. Fueron a Organya y la pesaron en la báscula de un antiguo horno de pan.
– Mire, siete kilos cien.
– ¿Y eso cuanto es?-. preguntó el andorrano.
– A mil pesetas el quilo. Los cien gramos ya se los regalo.
Y así concluyó todo. El andorrano se largó para Andorra a toda máquina para mostrar a su familia y a todas sus amistades un pez de dimensiones insospechadas.
Otro día de verano, nos dirigíamos con Perot en el automóvil de un conocido mío, a pescar a la zona de Martinet, pero por el camino el coche reventó dos ruedas por culpa de unas piedras que habían caído de la montaña en medio de la carretera. Para mayor infortunio se puso a llover. Cuando paró y mientras esperábamos a la asistencia por el accidente, Perot dijo que podríamos llenar unas bolsas de caracoles para hacer tiempo. Al cabo de un rato habíamos llenado medio saco de ellos. En la Seu d’Urgell los vendió y con el dinero nos pagamos la comida en un buen restaurante y aún nos quedó una buena cantidad para cada uno, para gastarlo como más convenga.
Pere fue un gran pescador y buscador de setas, pero sobre todo un hombre sencillo y bueno, muy discreto y tranquilo. Al igual que l’Oncle nunca le encontré malhumorado o de mal carácter. La última vez que lo vi, yo venía a buscar setas y me dijo donde podía llenar un buen cesto. Yo iba acompañado con una amiga y estuvimos hablando en el garaje de su casa, sobre la pesca actual. Él hacía años que había dejado la pesca, y me explicaba que el río ya no era el mismo y que había poca pesca. Al final de un armarito sacó los dos carretes Abu 506 y 507 junto con una de sus cañas telescópicas y me los regaló.
– Así te acordarás de mí
Al otoño siguiente volví de nuevo al pueblo a buscar setas, esta vez sólo, y lo encontré en el restaurante de arriba a la hora de comer junto con un amigo suyo. Estaba muy enfermo de cáncer pero aún y así no dejó de bromear y contar alguna cosa graciosa.
A los pocos días lo llamé por teléfono para saber cómo estaba.
– Me encuentro muy mal, tengo ganas de vomitar. Me muero-. Dijo con voz muy sufrida.
– Adéu rosset!-. me dijo despidiéndose cariñosamente.
Pere Bach fue un hombre bueno, sencillo, alegre y de una gran fortaleza interior. Gran pescador.
Fue mi amigo y un tipo estupendo.
~ Carles V.